Visitas

jueves, 2 de enero de 2014

Tristeza infravalorada

Tal vez mi clara preferencia por las cosas tristes tenga que ver con que, cuando estoy feliz, no necesito sentirme comprendida. Me da igual todo. Estoy contenta. Me lo paso bien, me río, hago el idiota, digo estupideces, saco a la luz la niña pequeña que era, juego, me divierto... No me es necesario reflexionar sobre mi estado anímico, así que si tengo que elegir una canción, me decanto por una bailable, si tengo que elegir una película, me decanto por la comedia, si tengo que elegir un libro, me decanto por ciencia ficción, por ejemplo... Pero, ¿y cuando estoy triste?.  No me gusta la gente que rechaza la tristeza. En realidad, creo que le tienen miedo. Les puede el temor a indagar dentro de sí, a reflexionar el porqué de ese estado de ánimo, a replantearse su vida, y a pensar qué está pasando. Se creen fuertes. Ellos nunca están tristes. No hay nada que pueda con ellos. Nada ni nadie les puede borrar la sonrisa de su rostro. Los antitristes estos me cabrean. No me gusta el trato que le dan a la tristeza. La tratan como si fuera una emoción odiosa, que nos hace estar mal, sin ganas de nada y que nos mina la moral. Y eso es cierto, pero hay mucho más detrás. Yo siento un gusto especial por esa emoción tan poco valorada. 


Me gustan las cosas tristes. Me gusta la tristeza. Me gusta siempre y cuando no se prolongue, que es cuando surgen los problemas. Me gusta, por ejemplo, meterme en la cama un domingo lluvioso de invierno, ponerme los cascos, darle al play y escuchar la lista de reproducción más sentimental que tenga. Identificarme con las letras, imaginarme como protagonista del videoclip, pensar, reflexionar, sentir, y si es necesario, acompasar las gotas de lluvia que golpean mi ventana con las lágrimas de dolor que golpean mi interior. Sé que la gran mayoría no lo entenderán, pero a mí me parece bonito. Es la belleza de la tristeza. Desahogarme. Hacer una pausa. Tener un momento de soledad para mí. Disfrutarlo a mí manera. Aislarme del mundo externo y sumergirme en el mío interior. Pasar de todos y de todo. Dedicarme unas horas, o un día entero. Quizá llegue a alguna conclusión después de plantearme esas cien mil preguntas que acosan mi mente o, tal vez, no llegue a nada en concreto, pero el simple hecho de haberle dedicado tiempo me hace sentir mejor. Yo no huyo de lo triste. Incluso, a veces, lo busco. Remuevo mi pasado, mis emociones, mi yo de ahora. Me gusta ponerlo todo patas arriba para volver a colocarlo, de una forma nueva, distinta, especial. Es cuando más inspirada me noto. La tristeza me demuestra que estoy viva, que siento, que soy humana, que tengo corazón, que soy vulnerable, que soy auténtica. Me parece maravillosa esa sensación. Lo bonito es bello de por sí, no es tan importante hacerlo más bello. La tristeza requiere de esos mimos. Me encuentro bien cuando escribo cosas tristes o cuando leo un libro sin final feliz. De hecho, unos de mis libros favoritos son "Tres metros sobre el cielo" y, su continuación, "Tengo ganas de ti", por eso mismo. No terminan bien. Acaban como tienen que acabar. Son reales. Te dejan un sabor de boca agridulce que pocos autores tienen el coraje de crear. Libros con cuyos finales lloré notablemente y de los cuales estoy enamorada. Podéis llamarme rara, loca, idiota... a lo mejor conseguís que me ponga triste y me hacéis feliz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario