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viernes, 21 de abril de 2017

Tarde

Entre la humareda, aparece su figura para guiñarme un ojo, con esa asquerosa seguridad que la caracteriza. Como si con una propuesta le valiera para tenerme. Y la verdad es que algo de razón lleva porque el miedo se apodera de mis pupilas, que tiemblan con cada paso que da. Juro que en este instante, me encantaría acercarme y partirle la boca en cien mil besos con sabor a rencor y nostalgia, pero, sobre todo, con sabor a pasado. Le haría añicos la ropa y pedazos el pecho para que al menos, un abrazo mío le valiera como excusa contra el frío y la soledad. Me encantaría abofetearle la mirada hasta sacudir de ella las esperanzas que un día colocó sobre el cielo de Madrid para que así, al caer, se le clavaran las puntas. Ojalá al mirarla pudiera ensuciar sus tripas con mariposas que acaban de nacer, como hizo ella cuando la conocí.

Tenerla de nuevo, ahí, tan cerca, me vuelve loco. Quiero que entre en mí y que seamos uno. Deseo probarla como siempre, como nunca antes. Saborearla, olerla, esnifarme sus dudas, que convenza a las mías. Aunque sé que no es buena opción. Que nadie recomienda engancharse a aquello que te hace daño. Pero nunca me ha gustado aceptar consejos de otros.

Tanto tiempo la he necesitado. Tanto... 
Tanto tiempo me ha tenido. Tanto... 
Que ahora parece que no sé vivir sin ella. 
Sin su frenesí, su lujuria, su paciencia, su manera de inspirar, su cura a mi locura, sus ganas de vivir, de experimentar. Parece imposible que detrás de una piel tan pura, se halle tanta maldad.

Recuerdo que me tenía envenenado. Y que yo me la pinchaba en vena. Y que además, sonreía porque ella me daba su calor, a pesar de tener los pies fríos hasta en verano.

Ella. Tan natural como el caos. Tan caótica como la naturaleza. Viene, de nuevo, a por mí, Yo me quedo quieto.

Lo mejor es que sólo me quedan unos segundos hasta que me alcance. Pero no os preocupéis; éste será el último tiro, porque he aprendido a quererme, pero a destiempo.