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viernes, 6 de abril de 2018

Érase una vez...

Una vez tuve un amor. Bueno, tenerlo tenerlo, nunca lo tuve, al menos no en las manos, no entre los brazos aunque siempre en la cabeza, constantemente en el pecho. Fueron muchos años en los que pensé tenerlo todo. Me sentía plena o ese es el recuerdo que tengo, aunque no es del todo cierto. A veces, la mente borra recuerdos dolorosos, eventos traumáticos. Supongo que es parte de la supervivencia, un acto reflejo primitivo y natural. 

Imagen relacionadaTambién hubo muchos momentos de tensión, frustración, rabia, impotencia y, sobre todo, mucha tristeza oculta porque el cerebro se empeña en no recordar lo malo y quedarse con lo bueno. Por eso, a veces, nos tiramos toda una vida preguntándonos por qué nos afecta tanto eso, por qué nos duele aquello otro, por qué somos incapaces de ese algo... Y nos faltan respuestas. Y nos faltarán de por vida porque no todo se puede saber, porque no para todo estamos preparados. Y si tuviéramos el poder de saberlo, quizás tampoco querríamos. Yo tuve esa necesidad. Quise saber si podría darse una relación mutua, un sentimiento compartido, un amor de verdad, de ese que acaba en un pacto entre dos personas que se piensan, en un contrato sin sellos ni firmas, pero con toda la intención del mundo. Me declaré. Me declaré porque sentía que era la única forma de vivir sin preguntarme todos los putos días de mi vida si podría ser o no. No hay nada peor que vivir en la cuerda de la incertidumbre. Tambalearte por las mañanas, tambalearte por las noches, tambalearte cada vez que te sonríe, tambalearte cada vez que se va, tambalearte cuando te escribe, tambalearte cuando te llama, tambalearte cuando te mira, caminar de puntillas, no saber dónde pisar ni cómo dejar huella. No hay nada más difícil que la duda, ni siquiera el rechazo porque el rechazo es una forma de aliviar el alma, el cuerpo, ese que ha sufrido tanto durante tanto tiempo aunque también ha sentido la felicidad extendiendo sus ramas por dentro. 

Yo dejé de ser feliz cuando dejé de verle, cuando entendí que no íbamos a ser nada, cuando choqué con la realidad de su distancia, cuando entendí que nunca existiría ese momento en el que nuestros labios se juntarían, ni atardeceres compartidos, ni sexo romántico sobre la alfombra, ni noches de hotel ni fotos de viajes con las que decorar la casa, ni siquiera abrazos. Algún vez le robé una caricia de mi mano por su cintura, de mi mano en su brazo, de mi mano con su mano. Yo con él fui muy despacio, pero mis sentimientos... mis sentimientos iban por libre, adelantando por la izquierda a 200 km/h y sin casco. Tan rápido y tan inconsciente que al mes de conocerle estaba enamorada y tan solo me bastó con escucharle decir mi nombre. Juró que en ese momento mi vida encontró el sentido, sentí ocupar un lugar en el mundo y quise dejarle un espacio donde él también cupiera porque mientras me llamara, yo seguiría sintiendo que formo parte de algo, que tengo mi sitio en un planeta de extraños. Tenía en la mirada un misterio sin resolver, el enigma de la atracción por el que tanto preguntamos. Nada más que eso, creer que detrás de esa persona, que detrás de ese cuerpo que te enciende, existe una historia por descubrir, un adivinanza por resolver, una cicatriz que curar, un incendio que apagar. Todo se resume a eso, al interés por lo desconocido, a la atracción por lo prohibido, a la condena. 

Resultado de imagen de chica pensativaMe he pasado muchos años buscando el estallido que provoca acercarte a lo que no te puedes acercar, pensar en ese que no debes pensar, soñar con eso que no tendrías que soñar, masturbarte con las imágenes más bizarras para la sociedad. Y pensé que todo, absolutamente todo, carecía de sentido si no le tenía a él. Durante meses me pregunté qué sería de mí después de él, qué más me podría ofrecer la vida si ya me lo había dado todo y me lo había quitado, como el drogadicto que es capaz de soportar su día a día gracias a las sensaciones que le genera un chute. Mi chute era él, era verle, era olerle, sentirle, tenerle cerca, escucharle, sacarle una sonrisa. Era mi puto chute diario. Cuando eso se acabó, no supe reengancharme a la vida, no supe dónde encontrar la felicidad que durante tantos años se me presentaba desnuda cada hora del día que le pensaba. No lo llamaría depresión porque no llegó a seis meses, pero joder, qué cinco meses tan largos, tan duros, tan cuesta arriba. Sin ganas de levantarme por la mañana, sin ningún interés por nada que me impulsara a levantarme del sofá. Simplemente hice mi vida porque es lo que tenía que hacer, porque ni mis padres, ni mis hermanos, ni mis profesores, ni mis amigos me habrían dejado quedarme en casa, porque donde yo veía guarida, ellos veían cárcel. Si no hubiera sido por ellos, no sé dónde estaría aunque sé que estaría porque, para mí, el suicidio es un acto de valentía y yo siempre he sido cobarde.

Y pensé que por ninguna persona volvería a sentir lo mismo, que por mis venas no correría nunca más la esperanza, que la ilusión ya no me pintaría los ojos, que los edificios siempre estarían desteñidos, que ninguna relación merecía la pena, que ningún chute volvería a hacerme sentir igual, que nunca me volvería a enganchar al amor o a la vida, que al fin y al cabo es lo mismo. Y mírame, estoy aquí, enganchada a otra persona, aferrada a la complicidad que mantiene una pareja, haciéndole sentir a las mariosas sensaciones nuevas, cambiando intensidades, cambiando frecuencias, cambiando ritmos. Y si esto se acaba a alguna vez, probablemente vuelva a pensar lo mismo que aquella chica con 15 años: nunca volveré a sentir lo mismo, no habrá nadie que me llene como lo hacía él, el amor no merece la pena, para qué querer a alguien si luego se va a ir... Aunque hay una diferencia y es que ahora creo que todas esas frases son necesarias para tocar fondo, para hundirte en lo más profundo, y una vez que allí, pisar fuerte, coger impulso y salir a flote. Solamente es un acto de supervivencia, el reflejo más primitivo y natural. 

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