Una vez tuve un amor. Bueno, tenerlo tenerlo, nunca lo tuve, al menos no en las manos, no entre los brazos aunque siempre en la cabeza, constantemente en el pecho. Fueron muchos años en los que pensé tenerlo todo. Me sentía plena o ese es el recuerdo que tengo, aunque no es del todo cierto. A veces, la mente borra recuerdos dolorosos, eventos traumáticos. Supongo que es parte de la supervivencia, un acto reflejo primitivo y natural.

Yo dejé de ser feliz cuando dejé de verle, cuando entendí que no íbamos a ser nada, cuando choqué con la realidad de su distancia, cuando entendí que nunca existiría ese momento en el que nuestros labios se juntarían, ni atardeceres compartidos, ni sexo romántico sobre la alfombra, ni noches de hotel ni fotos de viajes con las que decorar la casa, ni siquiera abrazos. Algún vez le robé una caricia de mi mano por su cintura, de mi mano en su brazo, de mi mano con su mano. Yo con él fui muy despacio, pero mis sentimientos... mis sentimientos iban por libre, adelantando por la izquierda a 200 km/h y sin casco. Tan rápido y tan inconsciente que al mes de conocerle estaba enamorada y tan solo me bastó con escucharle decir mi nombre. Juró que en ese momento mi vida encontró el sentido, sentí ocupar un lugar en el mundo y quise dejarle un espacio donde él también cupiera porque mientras me llamara, yo seguiría sintiendo que formo parte de algo, que tengo mi sitio en un planeta de extraños. Tenía en la mirada un misterio sin resolver, el enigma de la atracción por el que tanto preguntamos. Nada más que eso, creer que detrás de esa persona, que detrás de ese cuerpo que te enciende, existe una historia por descubrir, un adivinanza por resolver, una cicatriz que curar, un incendio que apagar. Todo se resume a eso, al interés por lo desconocido, a la atracción por lo prohibido, a la condena.

Y pensé que por ninguna persona volvería a sentir lo mismo, que por mis venas no correría nunca más la esperanza, que la ilusión ya no me pintaría los ojos, que los edificios siempre estarían desteñidos, que ninguna relación merecía la pena, que ningún chute volvería a hacerme sentir igual, que nunca me volvería a enganchar al amor o a la vida, que al fin y al cabo es lo mismo. Y mírame, estoy aquí, enganchada a otra persona, aferrada a la complicidad que mantiene una pareja, haciéndole sentir a las mariosas sensaciones nuevas, cambiando intensidades, cambiando frecuencias, cambiando ritmos. Y si esto se acaba a alguna vez, probablemente vuelva a pensar lo mismo que aquella chica con 15 años: nunca volveré a sentir lo mismo, no habrá nadie que me llene como lo hacía él, el amor no merece la pena, para qué querer a alguien si luego se va a ir... Aunque hay una diferencia y es que ahora creo que todas esas frases son necesarias para tocar fondo, para hundirte en lo más profundo, y una vez que allí, pisar fuerte, coger impulso y salir a flote. Solamente es un acto de supervivencia, el reflejo más primitivo y natural.
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