Viernes por la noche. La calle sobrepoblada de jóvenes con bolsas cargadas de alcohol, que van a pasar la noche bebiendo para celebrar cualquier tontería o que, simplemente, lo hacen por tradición. Yo regreso a casa en coche, feliz por haber pasado horas entre las librerías de Madrid, buscando poesía que me llene la inspiración. Desde el asiento les veo servirse otra copa, reirse a carcajadas, andar haciendo eses, sacar el móvil y grabarse el puntillo. Son las 23:30 y en mitad de la plaza, las minifaldas y los musculitos forman pareja de baile. Una botella es arrastrada por el aire, quedándose marginada entre los arbustos, pues nadie volverá a recogerla. Los mayores cruzan la calle y el escándalo no parece ni inquietarles. Yo me ajusto la cazadora y me ato las zapatillas. Beso a mi novio como si llevara semanas sin verle y le abrazo fuerte como si pudiera coger una parte de él y meterla bajo la almohada al llegar. Con qué facilidad me ahorraría las pesadillas... Tras el ritual previo para salir a la calle, pongo los pies en el asfalto y salgo rápido a esconderme por algún callejón. Con el pelo me cubro el rostro. Mis pasos adelantan a las farolas. Dos miradas más a cada lado y entro en el portal. Renuncio a su olor con una nueva lluvia de perfume que cala mis ropas. Entro en casa tras "haber estado de copas con unos amigos" y las paredes se me vienen encima. De postre me acompaña un interrogatorio. Me dicen que si estoy saliendo con algún chico. Sonrío para mis adentros y niego. Tampoco he dicho ninguna mentira... Acusan a mis labios de su rojez. Decenas de imágenes salen corriendo en mi memoria. De nuevo niego. Me voy a la cama con los ojos caidos y le hago hueco a la soledad, quien una vez más, dormirá conmigo.
Ojalá la felicidad fuera más importante que esas dos cifras del DNI.
Ojalá la felicidad fuera más importante que esas dos cifras del DNI.