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domingo, 7 de agosto de 2016

Sincericidio

Entraba en la casa como un vendaval, húmedo y arrollador, dejando a su paso sillas, cojines, ropa y sábanas. Arrasaba con todo lo que pillaba, excepto conmigo. Quizá por eso venía cada dos por tres, con la estúpida ilusión de que algún día conseguiría acabar con nosotros para así, poder salvarse él. No lo había conseguido hasta el momento. Cuando menos se lo esperaba, acababa hundido entre mis piernas, buceando en mis océanos con sabor a sal, a olas, a marea, a bandera amarilla. Por momentos, mi naturaleza se apiadaba de él y le dejaba a salvo en la orilla, boqueando como un pez indefenso al que sacan de su lugar de origen, pero entonces regresaba, tan masoca, y se jugaba la vida en un colchón de 150. Un sinfín de vueltas, de posturas, de gemidos, de súplicas y de órdenes nos rodeaban. Me encantaba darle placer, pero disfrutaba quitándoselo. El típico juego de Tuyo, mío que mantiene viva la llama. Tenía un pánico horrible a besarle dulcemente y convertirnos en ceniza. Me lo tenía prohibido (y él también). Sabíamos que el primero que inclina la rodilla y se sincera es el primero que acaba herido, por eso nunca me arrodillaba a chupársela (ni él a comérmelo). Lo demás estaba permitido. Todo tipo de cerdadas, de obscenidades, de perversiones, peticiones y retos. Siempre era así. Era una relación de extremos, de todo o nada, de te follo o me voy, de me follas o te vas. No había sentimientos. Sólo palpitaban los genitales, su polla en mi culo, mi coño en sus dedos. A veces creo que hundíamos tanto la boca en nuestros rincones tan sólo para evitar hablar de algo más profundo; bastaba con sentirlo. 


Con el paso de los días, las miradas al móvil eran más frecuentes, al igual que los pensamientos, las fantasías, los miedos, las sensaciones. Alguna vez se nos escapaba un beso entre orgasmo y orgasmo y hacíamos como si no hubiera pasado. Siempre el miedo. En otras ocasiones, las caricias sustituían a las cachetadas y nos entraban ganas de amputarnos las manos. Íbamos cuesta abajo y sin frenos. A veces, nuestros brazos se rodeaban y ya no parecían el cuerpo de un serpiente. Se estaba a gusto ahí dentro, sobre todo cuando los ojos dejaban de clavarse para empezar a brillar. 

Un día de esos en los que el sol entra por la ventana (o por la puerta) y lo deslumbra todo, me encontró mirando las fotos que le hacía alguna noche que, despistado, se quedaba dormido en mi habitación. Confuso, se acercó, tomó una y me miró con una frialdad que escarchaba los cristales. Yo, entre tartamudeos e intentos de decir algo acertado, no paraba de mirarle. El miedo penetraba por mis carnes. El pánico se adueñaba de mis tripas. La incertidumbre del pecho. Rompió la foto a la mitad que nos separaba, y la tiró al suelo. "Se acabó". Nunca un portazo había resonado tanto en la casa. "Te quiero" -susurré mirando hacia la puerta.

A los tres días, sonó el timbre. Miré por la mirilla. Era él. Abrí la puerta, dio dos pasos hasta abrazarme y dijo: "yo también".