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domingo, 13 de abril de 2014

Cuando el sol se pone


 
Será que no soy como el resto porque prefiero pasear por la playa cuando apenas queda nadie. En esas horas en las que la brisa toma carácter, el sol se pone, la marea se revoluciona, y la noche empieza a caer. Será que me identifico con el mar a esas horas. Disfruto sentándome en una roca mirando al horizonte, sintiéndome pequeña ante la inmensidad del océano, volviéndome algo más vulnerable, humilde e insignificante, desprendiéndome del egocentrismo y del superpoder que nos damos los humanos cuando, en realidad, estamos a merced de la naturaleza. En ese momento me siento en armonía con el mundo, al menos, con ese pedacito de mundo. El mar... Escuchar las olas yendo y viniendo, incitándome a entrar cuando mojan la orilla y advirtiéndome de que no lo haga cuando se adentran en sí mismas. Y las horas pasan muertas. Los pensamientos se agolpan y mi mente viaja de idea a idea sin dar ventaja a alguna de ellas. Sin darme cuenta el sol ya no está y lo agradezco, ya que ha dejado sitio a la luna, esa que tantas noches ha sido testigo de mis textos y sonrío mirándola, cómplices, solo nosotras sabemos lo que oculta la tinta de mi bolígrafo. La miro y me pierdo en ella. Blanca, redonda, pura, luminosa. Qué belleza. Qué atracción por aquello que ilumina mi oscuridad, esa en la que tantas veces me pierdo. Al fin y al cabo, todos buscamos algo así. Y el aire se vuelve frío y siento mi vello erizado y me hace sentir bien. Cuando tenemos la piel así es síntoma de que estamos sintiendo. A veces, esa sensación me teletransporta a otras que he tenido y los recuerdos me invaden. No sé si mi cuerpo estremece por el clima o por el pasado. Y me hago más pequeña aún, pero sonrío. Me pongo en pie y camino por la orilla, bañándome los pies en ese agua que ya está fría, así como no le gusta a nadie, así como me gusta a mí...

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