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viernes, 6 de noviembre de 2015

Errando

Caemos en lo más hondo de nosotros mismos. Tú en mis bragas. Yo en tu bragueta. Te empapas los dedos en nostalgia y yo me trago los errores que sigo cometiendo. Las ganas viscerales se adueñan de nuestras bocas y sueltan con rabia dentelladas que nos marcan y hacen daño.

Tu polla me duele en el vientre. No por su tamaño. Sí por lo que implica. Sigo clavada en el mismo mástil y no hay tormenta que me devuelva a la orilla. Mi pecho tiene fobia al mar y tus lágrimas no dejan de resbalarse por mis mejillas. Te duelen mis tetas. No por su peso. Sí por lo que implican.

Pones tu vida patas arriba. Y la mía. Y a mí. Y follamos sabiendo que en unos minutos lo estaremos lamentando. Pero lo hacemos. Y lo disfrutamos. Nos sentimos vivos. Nos evadimos del puto reloj que solo sabe girar y girar aunque parezca que lleva años señalando la misma hora. La de la rutina. La de los deseos calmados. La de las manos que recorren la piel de memoria. La de párpados cerrados que no se abren porque ya lo han visto todo. La de las ganas de tener una vida normal. La de ser normales. Le doy la espalda al amor a fuego lento y ardo sobre ti. Tus dedos avivan a una entrepierna en llamas. La apagas en unos segundos y soltamos un último gemido. Quién sabe si de placer o de pena.

Pensábamos que acostándonos, íbamos a destrozar lo que tanto nos costó forjar en otra cama. Lo que no sabíamos es que las cosas estaban rotas desde mucho antes. Incluso antes de tener ese pensamiento y de llevarlo a cabo.
 

Que éramos dos suicidas que buscaban la forma menos dolorosa de morir. Y que regresamos a casa, como el preso que camina a la silla eléctrica, perfectamente consciente de su final.

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