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domingo, 16 de agosto de 2015

Su baile, su vida

Tenía unos ojos marrón inocencia que combinaban con la timidez de sus mejillas. Cada día le rendía un homenaje a la infancia y salía a bailar con un moño enrollado sobre las ganas. Contaba con varios espectadores que iban de la mano a homenajear los pasos que daba aquella pequeña de labios rosados. Cuando acababa el espectáculo, empezaba a elevar la mirada hasta focalizarla en aquellos invitados de lujo. A los demás apenas les dedicaba una despedida. Y así, regresaba a casa por la acera de la seguridad. 

Con el paso de los años, las gradas fueron vaciándose, hasta el punto de parecer que había más desconocidos que allegados. Y cuantas menos entradas para los palcos se vendían, más resbaladizo se hacía aquel escenario. Los párpados se iban llenando de ausencia y los tobillos de inseguridad. Volvía a casa por otro camino, con más curvas y baches. 

Un día, la eligieron protagonista del ballet, pero para entonces, ya se le había atravesado un dolor en la cintura que le impedía mantener la postura erguida que demandaba la situación. Aquel proyecto de adulta iba perdiendo piezas y electricidad. Su alegría se calaba con facilidad y tenía que arrancar dos o tres veces alguna sonrisa con la que ponerse en marcha. 

Poco a poco, se fue acostumbrando a aquel escenario semidesnudo donde tenía que brillar y fue cogiéndole el truco a la forma de colocarse los zapatos. Conseguía mirar de reojo al público antes de irse. Incluso aplaudía a los del anfiteatro. 

Aprendió pasos nuevos con los que pudo saltar de la adolescencia a la adultez sin pisar los charcos. Salía inmaculada de los espectáculos. Algunos miembros de las butacas, se subían a los palcos porque verla merecía la pena hasta ese punto. Al final, esa chica se sentía bailarina de primera. Toda una profesional en hacerle un gran battement a la vida. Ya no sentía la necesidad de regresar a casa por el camino de siempre. Incluso se iba de copas con una persona de los palcos.

En las siguientes actuaciones, los directores le encargaban más partituras. Tantos que se le caían de las manos. La obligaban a bailar entre dos columnas de folios que le hacían sombra. Y los palcos se iban vaciando. Los peores asientos fueron abandonados. La situación empeoró y la chica se cansó de ver a la misma persona en la grada aplaudiéndola. Ya no le resultaba un estímulo. Y las copas se fueron rompiendo. Y las aceras fueron caminos tortuosos. Y las zapatillas no sosteían aquel peso. Y la cinta soltaba al pelo. Y la falda ya no se elevaba. 



La compañía siguió adelante pero sin ella, quien se vio renegada a bailar sobre su parquet. Lo que no sabía es que, tras la ventana, siempre estaba aquella persona del palco, viéndola bailar. Se pasaba las horas tras el cristal esperando que la descubriera, pero la chica empezó a bailar por las noches, a bajar las persianas y a cerrar las cortinas. Se encerró en su mundo, donde no había sitio para otros ni para el baile. 

Y ahora, se encuentra dando vueltas por la casa, con las zapatillas en la mano, arrastrando sus cuerdas por la tarima. Lo que no sabe es que esa persona sigue tras los muros, para que cuando decida salir, sepa que nunca perdió la confianza en ella.

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